Hamburgo, Alemania
Abraham Scoper fue recibido en la familia Scoper por Brenda (madre),
Friederich y Brenda (quienes ya tenían 39 y 37 años, respectivamente) como un
hijo y un hermano más. Por supuesto, le dieron un puesto jerárquico en el astillero
de su padre Hans, ya fallecido. La calidez de la familia Scoper sorprendió a
Abraham, así como lo religiosos que eran los tres, lo cual le recordaba a su
propia madre.
Abraham, al igual que sus hermanos por parte de padre, estaba
casado y tenía un hijo, Hans. Decidió usar dicho nombre antes que sus hermanos
debido a que Friederich había contraído matrimonio recientemente y no tenía
hijos, mientras que Brenda había sido madre de mellizas, Anna y María,
nombradas así en honor a las monjitas que habían ayudado tanto a su padre en el
Monasterio[1].
Mamá Brenda estaba muy contenta de sus hijos, y consideraba a Abraham como uno
más, lo había adoptado como tal. Por su parte, Abraham sentía muy profundamente
en su corazón que, al morir su madre, había recibido otra: a Brenda. Ella le
hablaba siempre de religión, de realizar actos de caridad, todo lo cual Abraham
conocía por los Mitzvah. Sin embargo, otro asunto le rondaba la cabeza: ¿por qué
sufrió tanto Jesús? Alguna razón debe haber.
El tema de Jesús lo tenía a maltraer, ya que sentía que, si lo
aceptaba en su vida, traicionaría a su madre. Pero, por otro lado, él creía un
poco en Jesús, leía el Nuevo Testamento y la Biblia judía y se daba cuenta de que toda la vida
de Jesús manifestaba el cumplimiento de la Biblia Antigua , o
sea, del Antiguo Testamento. En realidad, no pasó mucho tiempo antes de que
Abraham se convirtiera en un buen católico. Luego, hizo bautizar a su hijo Hans
y se casó por la
Iglesia Católica con Ruth, quien previamente recibió el
bautismo y se convirtió, también, en una buena católica. Mamá Brenda estaba
feliz por lo que había logrado con sus oraciones, ayudada por sus otros dos
hijos.
-¡El poder de la
Oración !- dijo la madre- ¡Todo por Voluntad del Señor Jesús!
Hans era un niño muy inteligente, atributo heredado de ambos
padres. Además, era muy buenmozo: como su madre, el niño tenía los ojos bien
verdes y la piel morena. Seguramente, cuando fuera grande dejaría un tendal de
señoritas solteras y elegiría una entre todas, a la mejor.
Abraham tenía previsto tomarse unas vacaciones en Turingia, una
zona boscosa de Alemania. Necesitaba caminar para bajar un poco la panza, ya
que no le entraban ni pantalones, ni remeras. Ruth estaba muy contenta y
planeaba llevar a Hans al campo.
-El contacto con la naturaleza te renueva- decía ella-, y por
supuesto, también te acerca a Dios, su Creador.
Invitaron a Friedrich y a su esposa Marta, quienes aceptaron la
propuesta encantadísimos. También llamaron a Brenda y su marido Marco, pero ellos
ya habían alquilado una casa en la
Costa del Sol, en España, durante esas vacaciones, por lo que
no podrían acompañarlos.
Era el primer día de las vacaciones de julio. Abraham pasó en su vehículo
4x4 a buscar a su hermano y su mujer. Hans ya estaba en brazos de Ruth, encantador
como siempre: con sólo tres años, ya caminaba y era un dechado de simpatía con
todo el mundo, no sólo con sus padres o tíos. Apenas Friedrich y Marta subieron
al auto, Abraham gritó “¡Nos vamos al campo!”, lo que fue celebrado por todos,
incluso Hans. Los adultos habían procurado llevar suficiente abrigo para la
noche, porque si bien durante la mañana y la tarde hacía calor, y mucho, a la
noche se ponía bien frío.
Llegaron a una hostería muy bien equipada, totalmente construida
en madera: pisos, paredes y techo. Su arquitectura era típicamente germana, provista
de todas las comodidades. La hostería ofrecía bungalows para los huéspedes que los solicitaban, por lo que
Abraham y Friederich alquilaron dos, uno al lado del otro, durante el lapso de
un mes.
Ya iban por el día quince de sus vacaciones, y todos estaban muy felices
de disfrutar del campo. Se divertían muchísimo: por la mañana, salían a hacer trekking y caminaban por los senderos
del bosque acompañados por un guía, para no perderse. Durante las noches, si
hacía mucho frío, iban a la hostería, en la que tocaban grupos musicales de la
zona, así como conjuntos de música pop. Por fortuna, contaban con una babysitter para Hans, un servicio que la
hostería brindaba. Así todos podían estar tranquilos y disfrutar. El lugar
donde los niños permanecían al cuidado de las babysitters era algo así como un gran corral con pelotas de
plástico no dañinas para los chicos. Además, había una puerta de metal que las
muchachas usaban para ver a sus novios. Ocurrió entonces algo que nadie
advirtió: quizás distraída por haber recibido su primer beso, una de las chicas
dejó entreabierta la puerta.
Al terminar el recital, Abraham y Ruth fueron a buscar a Hans. Al
llegar a la guardería, no lo vieron, y le preguntaron a una de las tres babysitters, pero no lo encontraron.
Ruth comenzó a desesperarse. Abraham fingía estar tranquilo, pero no podía. No
se explicaban cómo podía ser que el pequeño no estuviera allí. “¿Dónde lo han
llevado?”, preguntó abatida Ruth, y llamaron al dueño de la hostería. El
hombre, anonadado, convocó a las babysitters
aparte y las reprendió. Una de ellas sugirió que Hans podría haber salido por
la puerta, porque no estaba bien cerrada. Al enterarse de este pequeño olvido, Ruth
gritó: “¡Oh, no! ¡Por favor, Dios, no nos hagas esto!”. Abraham trataba de consolarla,
pero él tampoco podía conservar la calma. Aparecieron luego Friedrich y Marta, e
intentaron animar a los pobres padres. Luego, los cuatro se arrodillaron y se
abrazaron, y comenzaron a rezar un Padrenuestro y una Ave María.
-Que lo encontremos rápido- pidió Friedrich.
-Sí, y bien de salud- dijo Marta, y pronto imploró-. ¡Oh, Dios Mío
y Señor Mío, que no haya muerto, por favor!
Abraham, tratando de mantener la calma, aseguró que lo iban a encontrar,
y perfectamente bien.
Alrededor de cincuenta hombres y mujeres se ofrecieron para salir
en busca del pequeño Hans. Se organizaron en cuadrillas a cargo de guías. El
Jefe de Policía sabía que era crucial encontrarlo esa misma noche; de lo
contrario, estarían ante lo peor.
Pero pasó la noche y no hallaron al niño. Amanecía, e hilos de sol
penetraban a través del bosque de coníferas. De día sería más fácil ubicar a
Hans, pero los cuatro estaban muy cansados. Alguno sugirió dormir un rato, ya que
las cuadrillas podrían seguir buscando. Pero Ruth fue rotunda: “¡No! ¡Voy a
seguir buscando, cueste lo que cueste! Es mi hijo, no debí dejarlo solo…”. Abraham
trató de calmarla al decirle que la búsqueda seguiría en manos de las
cuadrillas y del personal de la hostería, que el pequeño no estaría solo. Ruth,
enojada, le contestó: “Sí, con personal especializado que deja la puerta
abierta a las dos de la mañana… ¡De qué personal me hablas!”. Entonces, Abraham
le pidió a Friederich y Marta que fueran a descansar, mientras él y Ruth
continuaban patrullando. El matrimonio agradeció el gesto, y prometieron
reincorporarse a las cuadrillas en dos horas.
Ciudad Estado del Vaticano
Juan Pedro III era quien gobernaba el Vaticano y la catolicidad.
Se trataba del primer Papa negro en la historia de la Iglesia. Oriundo
de Tanzania, África, Juan Pedro era muy piadoso, humilde y caritativo, una
persona dócil y a la vez exigente consigo misma. Estaba dotado de una pureza
raras veces vista. Era un niño de corazón.
Ese día, se encontraba orando en su capilla privada. Pidió estar a
solas con Jesús por media hora, de modo tal que su secretario había cerrado la
puerta. De repente, éste comenzó a escuchar al Papa hablando con otra persona
en la capilla. Acercó su oído a la puerta y escuchó un gruñido de dolor.
Entonces, la abrió, y lo que vio resultó indescriptible.
Turingia, Alemania
Tras tres días de intensa búsqueda, todos estaban exhaustos, desde
los padres y los tíos hasta el Jefe de Policía. Éste ya no sabía qué decirles a
los padres de Hans. Ruth, temblorosa y llorando, preguntó: ¿Lo habrán
secuestrado?”. El Jefe le dijo que aún no podían confirmar eso, ya no que hubo
llamada de pedido de rescate, así que sinceramente no sabía qué podría haber
ocurrido, la Policía
no contaba con más información.
Ruth, cansadísima luego de tres días de búsqueda, se entregó a
dormir. Soñó con Hans y un hombre vestido de blanco, que lo sostenía de la
mano. Al despertar, temió que ese hombre de blanco fuera la muerte. Despertó a
Abraham y le comentó el sueño. Éste le dijo que quizás era sólo eso, un sueño.
Pero Ruth sostuvo otra cosa: “Lo que yo vi era real, Abraham, más que un sueño.
¿Quién será el hombre de blanco? ¿Acaso Dios, que lo tenía en su mano? ¿Eso
significa que está muerto?”. Abraham intentó tranquilizarla y, arrodillándose
delante de ella, le dijo: “No pienses tanto, mi querida Ruth, vamos a encontrar
a Hans, él no está muerto”. Pero Ruth no dejaba de dudar.
El matrimonio se cambió, desayunó y fue a buscar al Jefe de Policía,
a la espera de que hubiera alguna novedad. En ese momento, llegó corriendo un
muchacho de unos veinticinco años, y pidió hablar con el Jefe de Policía. Los
padres del niño se alertaron. El muchacho hablaba con el Jefe y gesticulaba con
las manos. Ruth y Abraham observaban esa escena e, interiormente, rezaban.
Llegaron Friederich y Marta justo en el momento en que el Jefe de Policía se
dirigía hacia ellos con una noticia: “Hans no está muerto”. “¡Gracias mi Dios!”,
dijo fuerte Ruth. El Jefe continuó: “Lo encontraron en una cabaña al otro lado
del bosque, pero con la columna quebrada… un coche patrullero está dirigiéndose
hacia para detener al dueño del lugar”. Abraham soltó un suspiro de alivio y
agradeció al Jefe de Policía. Ruth también estaba contenta, pero a medias:
Hans, su Hans, no podría caminar más. Se dijo a sí misma que eso no era posible,
y comenzó a llorar por todo lo que había pasado.
“¡Allí viene Hans!”, gritó su madre. Lo traían en una Ford Ranger,
y Ruth continuaba gritando: “¡Allí viene Hans! ¡Allí viene Hans!”. Cuando la camioneta
se detuvo, Abraham fue a buscar al pequeño, lo levantó en brazos y se lo
entregó a su esposa. El pobrecito de Hans no podía caminar, pero ¡estaba vivo!,
que era lo más importante. El matrimonio, junto con Friedrich y Marta, fueron a
Misa a dar gracias. En su interior, Ruth rogaba a Dios: “¡Sánalo, por favor,
Señor Jesús, Tú puedes, Tú tienes el poder para hacerlo!”.
Esa noche, los cinco disfrutaron de una fiesta en la hostería, en
la que tocó un grupo musical austríaco. Y tras un día de largo descanso y sueño
reparador, se prepararon para viajar de vuelta a casa. Quien manejó todo
el trayecto fue Friedrich, ya que
Abraham seguía muy cansado.
Ciudad Estado del Vaticano
Marcello Paganini, el Secretario privado del Papa, no podía creer
lo que había visto: dentro de la capilla, el papa Juan Pedro III se encontraba
tirado boca arriba y recibía en su cuerpo las saetas de la imagen del Cristo
Crucificado. Éstas se clavaban en sus manos, en sus pies y en su costado
derecho. El Papa experimentaba una especie de dolor placentero, una mezcla divina,
así que no gritó en ningún momento, sólo gruñó un poco al principio y después
enmudeció. Entonces, se dirigió a su secretario:
-Marcello, ¿es posible que yo tenga los estigmas de Cristo? Oh, no
me los merezco, soy un hombre común, pecador, que promete arrepentirse. No me
los merezco.
-Su Santidad: si el Señor Jesús quiere que los tenga, por algo será.
Este Don lo reciben solamente personas santas, sobre todo por su humildad y
pureza de corazón, atributos que usted tiene. Y esto se lo digo humildemente,
ya que la humildad es la verdad y decir la verdad es ser humilde
-Marcello, ¡tengo los estigmas del Señor Jesús! Estoy rebosante de
alegría y de dolor, pero de un dolor dulcificado. ¿Sabes? Nunca en mi vida
hubiera creído que una cosa así podría pasarme. ¡Bendito seas, Señor Mío y Dios
Mío! ¡Gracias, mil veces gracias a Ti, Dios Santo y Bendito! ¡Gloria y
alabanzas a Ti, una y mil veces! ¡Por los siglos de los siglos, amén!
Hamburgo, Alemania
Ya en la ciudad, sometieron a Hans a una serie de intervenciones
quirúrgicas, pero sin resultados satisfactorios. La columna del pequeño estaba
partida en dos, para befa de ese desgraciado que cometió el crimen. Por
fortuna, el delincuente ya estaba en cárcel, y trascendió que fue el
responsable de numerosas desapariciones de niños en la zona, a los que primero
maltrataba y después asesinaba.
Ruth y Abraham oraban incansablemente por la sanación de su hijo,
aunque sabían que era una utopía. No obstante, continuaban rezando en familia
el Rosario, todos los días. Pronto, el niño tuvo su primera silla de ruedas.
Sus padres, muy sensibles, lloraban a escondidas, para que Hans no se percatara
de su dolor. No sabían qué hacer con su hijo, cómo podrían sanarlo de esa
dolencia espantosa e inhumana. Les hablaron de sacerdotes sanadores, de la Renovación Carismática
Católica, de Misas de sanación. Ruth y Abraham llevaron al pequeño a las misas,
pero nada resultaba. Nadie podía ayudar a Hans.
Alguien les comentó sobre un sacerdote de la Renovación , que hacía
curaciones increíbles, desde sanar a personas con todo tipo de cáncer, hasta
conseguir que madres infértiles concibieran. Era realmente como en los tiempos
de Jesús sobre esta Tierra.
Marta se enteró a través de una amiga que este sacerdote se
encontraba en Berlín, entonces llamó por teléfono a Ruth y le contó todo. Con
el corazón esperanzado e implorando la ayuda de Dios, Ruth hizo todos los
preparativos para el viaje. Colocó la silla de ruedas de Hans en la 4x4 y luego
pasó a buscar a Marta, no sin antes avisarle a su marido, que estaba trabajando
en el astillero.
-¡Me parece fantástico! ¡Vayan! Pero ten cuidado al manejar, la
gente anda como loca en las calles. Mucha suerte, mi amor. Iré a la capilla a
orar por Hans y por ustedes, que Dios las acompañe y las bendiga- dijo Abraham.
Se despidieron amorosamente y Ruth se dispuso a partir. Marta le confirmó a
Ruth que Friedrich también estaba al tanto del viaje, así que juntas se
encaminaron hacia la sanación de Hans.
Llegaron a Berlín y la ciudad los recibió con una mañana tibia de otoño.
El centro estaba, como siempre, intransitable. Entonces, tomaron por la autopista
que iba al barrio del padre Günter, el sanador. Estacionaron cerca de la casa.
Estaban a una cuadra y ya había una larga cola. Se dispusieron a esperar, pero
una persona que estaba en la mitad de la cola, mirando al niño en silla de
ruedas, les dijo:
-Vengan conmigo, yo los voy a hacer entrar antes que todos.
-Muchas gracias, muy amable, que Dios se lo pague- dijo Ruth.
El hombre habló con los servidores del Padre y les explicó la
situación del niño, y los dejaron entrar primero.
-Y después dicen que no hay Dios- afirmó Marta.
Tras diez minutos, les informaron que el Padre las esperaba. Ambas
mujeres y el pequeño ingresaron a la casa, donde el sacerdote los recibió con
una amplia sonrisa, llena de bondad. Sin embargo, tras ver a Hans, el sacerdote
concluyó: “No puedo hacer nada por él, sólo un santo podría. Yo curo, pero no
soy santo. Por favor, entiéndanme bien: yo sano diversas dolencias por obra de
Dios, pero este niño necesita una columna nueva para volver a caminar. Sólo
Dios, en su infinita Misericordia, puede sanarlo, pero no por mí. El milagro se
producirá si recurren a alguna persona santa”.
-Padre Günter, díganos, ¿usted no conoce a alguna persona santa? Por
favor…- dijo Marta.
-Miren, señoras: en estos tiempos, es muy difícil encontrar santos,
pero tengo la certeza de que ustedes encontraran uno y de que el niño sanará. Confíen
en el Poder Infinito de Dios y verán el milagro.
Ellas se fueron desorientadas y contentas, ya que el padre Günter
les había asegurado que Hans sanaría. Pero, ¿quién sería esa persona?
De regreso a Hamburgo, las mujeres le contaron lo sucedido a sus
esposos. Ellos, esperanzados, sugirieron que deberían comentarles la noticia a
mamá Brenda y a su hermana. Se reunieron entonces en la casa de la madre, en
uno de los espaciosos salones, antes de la escalera imperial que llevaba a los
dormitorios.
-Así que mi querido nietito Hans sanará. ¡Qué excelente noticia!
Debemos festejarlo- dijo Brenda.
-Sí, pero debemos encontrar primero a ese santo…- manifestó Ruth,
pensativa.
-Yo sé de uno- dijo Brenda hija-, está en el Vaticano y es el
Papa, pues ha recibido los estigmas de nuestro Señor Jesús y está realizando
unas curaciones increíbles. Debemos pedir audiencia con él lo antes posible.
-¿Cómo te enteraste de esto, Brenda?- preguntó Ruth.
-Una amiga llevó su hijo. El niño sufría de cáncer terminal y el
mismísimo papa Juan Pedro III lo curó. Creo que ése es el santo que buscamos.
-¡Gracias por tan excelente noticia, Brenda! ¡Ya sabemos dónde ir!
Seguramente el tío Fritz, que ahora está en el Vaticano, nos podrá conseguir
una audiencia con el Papa[2].
Mamá Brenda les dijo que hablaran pronto a Fritz.
-¡Gracias, señora Brenda!- dijo Ruth.
-Ya te dije que no me digas señora, dime simplemente Brenda- acotó
Brenda.
- ¡Muchas gracias, Brenda!
Toda la familia se trasladó a la sala del teléfono y escucharon lo
que Abraham dialogó con Fritz.
-Hola- dijo en italiano, idioma que Abraham manejaba muy bien-, ¿podría
hablar con el padre Fritz Shültz? Llamo desde Hamburgo, Alemania.
-Sí, un momento, por favor.
Tras dos minutos, Fritz y Abraham se comunicaron. Luego de
saludarse, Abraham le contó todo lo que había pasado con Hans. Fritz ya sabía
de la invalidez del pequeño, pues su hermana Brenda le había contado. Entonces,
Abraham le refirió el asunto que el padre Günter les había dicho, acerca del
hombre santo. Pidió pues una audiencia papal.
-Actualmente, soy el segundo secretario del Papa. Vengan lo antes
posible con el niño y yo los haré pasar primero- respondió Fritz.
-No sé como agradecerte, tío, te llevaremos un regalo- dijo
Abraham.
-No es preciso: con la presencia basta y sobra. Los espero, el
Papa es muy milagroso. Hasta mañana.
Prepararon el viaje, entre ansiedad y entusiasmo. ¿Cómo será el
Papa? ¿Será tan bueno como dicen? ¿Podrá sanar una columna rota? Todos estos
pensamientos y más se agolpaban en las mentes de Ruth y Abraham. ¡Qué orgullo y
qué nervios! Pronto estarían con el Santo Padre.
Acordaron que sólo viajarían Ruth, Abraham y mamá Brenda, con su
nieto Hans. Sacaron los pasajes en Alitalia, en vuelo directo Hamburgo-Roma.
Al llegar a la ciudad del Vaticano, Brenda pidió hablar con Fritz
y le anunció al secretario que se trataba de su hermana y sus sobrinos.
-Muy bien, el padre Fritz los espera en la capilla privada de Su
Santidad. Síganme, por favor- dijo el secretario.
Mientras caminaban, admiraban las galerías de mármol color terracota,
y los pisos tan lustrosos haciendo juego. Brenda y Ruth, de tacones altos, iban
con cuidado, pues era fácil resbalarse y caer. Después de atravesar cinco
galerías, el secretario se detuvo ante una puerta y golpeó.
- Adelante, por favor- dijo una voz gruesa que no era la de Fritz.
El secretario abrió la puerta y la familia ingresó al recinto. Enorme fue su
sorpresa al ver que quien los recibía era el mismísimo Papa, completamente
vestido de blanco y con las manos vendadas. Junto a él estaba Fritz Shültz.
-Así que éste es Hans. ¿No puedes caminar, verdad?- dijo el Papa,
alzando al pequeño.
-Sí, Su Santidad- dijo Brenda, y se arrodilló para besarle el
anillo. Ruth y Abraham realizaron el mismo gesto.
De pronto, mientras el Papa les daba la bendición a los cuatro,
pudieron escuchar que el niño decía en alemán: “Me hace calorcito en la espalda”.
Cuando Juan Pedro III lo bajó, el niño caminaba normalmente. “¡Milagro,
milagro!”, gritaron Ruth y Abraham. Los tres estallaron en llanto. ¿Cómo
agradecerle esta magnificencia a Su Santidad? La familia, junto con Fritz, se
arrodilló delante del Santísimo para rezar, y besaron agradecidos las manos del
Papa. Éste sonrió y les dijo: “Todo es obra del Señor Jesús Todopoderoso,
agradézcanle a Él, no a mí”.
Con una amplia sonrisa, se retiró de la capilla. Antes, los invitó
a la misa que celebraría allí mismo dentro de media hora.
-Sí, por supuesto, Su Santidad, estaremos todos aquí- dijo Brenda,
dando gracias a Dios. Ruth y Abraham no podían hablar a causa del ataque de
llanto de felicidad. Entonces, ella le dijo a su esposo: “Querido… ¡Éste era el
hombre vestido de blanco que vi en mis sueños! ¡Él sostenía a Hans de la mano!”.
TODO EN GLORIA Y ALABANZA A NUESTRO QUERIDO JESÚS.
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